Nuestras convicciones más arraigadas, más indubitables, son las más sospechosas. Ellas constituyen nuestro límite, nuestros confines, nuestra prisión.

José Ortega y Gasset

Porque quien renuncia a ser el que tiene que ser, ya se ha matado en vida, es el suicida en pie.

José Ortega y Gasset

De todo aquello que es un impulso colectivo y empuja la vida histórica entera en una u otra dirección, no nos damos cuenta nunca, como no nos damos cuenta del movimiento estelar que lleva nuestro planeta, ni de la faena química en que se ocupan nuestras células. Cada cual cree vivir por su cuenta, en virtud de razones que supone personalísimas. Pero el hecho es que bajo esa superficie de nuestra conciencia actúan las grandes fuerzas anónimas, los poderosos alisios de la historia, soplos gigantes que nos movilizan a su capricho.

José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas

La juventud, estadio de la vida, tiene derecho a sí misma; pero a fuer de estadio va afectada inexorablemente de un carácter transitorio. Encerrándose en sí misma, cortando los puentes y quemando las naves que conducen a los estadios subsecuentes, parece declararse en rebeldía y separatismo del resto de la vida.

José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas

Servir es llenar nuestra vida de actos que tienen valor solo porque otro ser los aprueba o aprovecha. Tienen sentido mirados desde la vida de este otro ser, no desde la vida nuestra. Y esta es, en principio, la servidumbre, vivir desde otro, no desde sí mismo.

José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas

Ya es irritante que el prójimo pretenda intervenir en nuestra vida, pero si además revela ignorar por completo nuestra vida, su audacia provoca en nosotros frenesí.

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El Estado es, al fin y al cabo, un órgano relativamente ‘racionalizado’, dentro de cada sociedad. Sus actuaciones son deliberadas y dosificadas por la voluntad de individuos determinados -los hombres políticos-, a quienes no puede faltar un minimum de reflexión y sentido de la responsabilidad. Pero la opinión de todo un pueblo o de grandes grupos sociales es un poder elemental, irreflexivo e irresponsable, que además ofrece, indefenso, su inercia al influjo de todas las intrigas.

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Cuando una idea ha perdido ese carácter de instancia colectiva, produce una impresión entre cómica y azorante ver que alguien considera suficiente aludir a ella para sentirse justificado o fortalecido.

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En el momento en que es preciso luchar en pro de un principio, quiere decirse que este no es aún o ha dejado de ser vigente.

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La paz no ‘está ahí’, sencillamente, presta sin más para que el hombre la goce. La paz no es fruto espontáneo de ningún árbol. Nada importante es regalado al hombre; antes bien, tiene él que hacérselo, que construirlo. Por eso, el título más claro de nuestra especie es ser ‘homo faber’.

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Aprendiendo a mirar todas las cosas humanas bajo esa doble perspectiva, a saber: el aspecto que tienen al llegar y el aspecto que tienen al irse. Los romanos, muy finamente, encargaron a dos divinidades de consagrar esos dos instantes -Adeona y Abeona, el dios del llegar y el dios del irse.

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La guerra no es un instinto, sino un invento. Los animales la desconocen y es pura institución humana, como la ciencia o la administración. Ella llevó a uno de los mayores descubrimientos, base de toda civilización: el descubrimiento de la disciplina. Todas las demás formas de disciplina proceden de la primigenia, que fue la disciplina militar. El pacifismo está perdido y se convierte en nula beatería si no tiene presente que la guerra es una genial y formidable técnica de vida y para la vida.

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El hombre-masa carece simplemente de moral, que es siempre, por esencia, sentimiento de sumisión a algo, conciencia de servicio y obligación. Pero acaso es un error decir ‘simplemente’. Porque no se trata sólo de que este tipo de criatura se desentienda de la moral. No; no le hagamos tan fácil la faena. De la moral no es posible desentenderse sin más ni más. Lo que con un vocablo falto hasta de gramática se llama ‘amoralidad’, es una cosa que no existe. Si usted no quiere supeditarse a ninguna norma, tiene usted, velis novis, que supeditarse a la norma de negar toda moral, y esto no es amoral, sino inmoral. Es una norma negativa que conserva de la otra la forma en hueco.

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Los círculos que hasta ahora se han llamado naciones llegaron hace un siglo o poco menos a su máxima expansión. Ya no puede hacerse nada con ellos si no es trascenderlos.

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Pesa mucho más en cada uno de nosotros lo que tiene de europeo que su porción diferencial de francés, español, etc. Si se hiciera el experimento imaginario de reducirse a vivir puramente con lo que somos, como ‘nacionales’, y en obra de mera fantasía se extirpase al hombre medio francés todo lo que usa, piensa, siente, por recepción de los otros países continentales, sentiría terror. Vería que no le era posible vivir de ello sólo; que las cuatro quintas partes de su haber íntimo son bienes mostrencos europeos.

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La historia destacó en primer término las querellas y, en general, la política, que es el terreno más tardío para la espiga de la unidad; pero mientras se batallaba en una gleba, en cien se comerciaba con el enemigo, se cambiaban ideas y formas de arte y artículos de la fe.

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Las guerras nacionalistas sirven para nivelar las diferencias de técnica y de espíritu. Los enemigos habituales se van haciendo históricamente homogéneos.

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La nación está siempre o haciéndose o deshaciéndose. Tertium non datur. O está ganando adhesiones o las está perdiendo, según que su Estado represente o no a la fecha una empresa vivaz.

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El entresijo esencial de una nación, que se compone de estos dos ingredientes: primero, un proyecto de convivencia total en una empresa común; segundo, la adhesión de los hombres a este proyecto incitativo. Esta adhesión de todos engendra la interna solidez que distingue al Estado nacional de todos los antiguos, en los cuales la unión se produce y mantiene por presión externa del Estado sobre los grupos dispares, en tanto que aquí nace el vigor estatal de la cohesión espontánea y profunda entre los ‘súbditos’.

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Con los pueblos de Centro y Sudamérica tiene España un pasado común, raza común, lengua común, y, sin embargo, no forma con ellos una nación. ¿Por qué? Falta sólo una cosa, que, por lo visto, es la esencial: el futuro común. España no supo inventar un programa de porvenir colectivo que atrajese a esos grupos zoológicamente afines.

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La vida humana es constante ocupación con algo futuro. Desde el instante actual nos ocupamos del que sobreviene. Por eso vivir es siempre, siempre, sin pausa ni descanso, hacer.

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El Estado es siempre, cualquiera que sea su forma -primitiva, antigua, medieval o moderna-, la invitación que un grupo de hombres hace a otros grupos humanos para ejecutar juntos una empresa. Esta empresa cualesquiera sean sus trámites intermediarios, consiste, a la postre, en organizar un cierto tipo de vida común.

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Nación significa la ‘unión hipostática’ del Poder público y la colectividad por él regida.

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La realidad que llamamos Estado no es la espontánea convivencia de hombres que la consanguinidad ha unido. El Estado empieza cuando se obliga a convivir a grupos nativamente separados. Esta obligación no es desnuda violencia, sino que supone un proyecto iniciativo, una tarea común que se propone a los grupos dispersos. Antes que nada es el Estado proyecto de un hacer y programa de colaboración.

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La salud de las democracias, cualesquiera que sean su tipo y su grado, depende de un mísero detalle técnico: el procedimiento electoral. Todo lo demás es secundario. Si el régimen de comicios es acertado, si se ajusta a la realidad, todo va bien; si no, aunque el resto marche optimamente, todo va mal.

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Observad a los que os rodean y veréis como avanzan perdidos por su vida; van como sonámbulos, dentro de su buena o mala suerte, sin tener la más ligera sospecha de lo que les pasa. Los oiréis hablar en formulas taxativas sobre si mismos y sobre su contorno, lo cual indicaría que poseen ideas sobre todo ello. Pero si analizarais someramente esas ideas, notareis que no reflejan mucho ni poco la realidad a que parecen referirse, y si ahondáis más en el análisis hallareis que ni siquiera pretenden ajustarse a tal realidad. Todo lo contrario: el individuo trata con ellas de interceptar su propia visión de lo real, de su vida misma. Porque la vida es por lo pronto un caos donde uno está perdido. El hombre lo sospecha; pero le aterra encontrarse cara a cara con esa terrible realidad, y procura ocultarla con un telón fantasmagórico donde todo está muy claro. Le trae sin cuidado que sus ‘ideas’ no sean verdaderas; las emplea como trincheras para defenderse de su vida, como aspavientos para ahuyentar la realidad. El hombre de cabeza clara es el que se liberta de esas ‘ideas’ fantasmagóricas y mira de frente a la vida, y se hace cargo de que todo en ella es problemático, y se siente perdido.

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La ciudad nace de pueblos diversos. Construye sobre la heterogeneidad zoológica una homogeneidad abstracta de jurisprudencia.

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La palabra ‘estado’ indica que las fuerzas históricas consiguen una combinación de equilibrio, de asiento. En este sentido significa lo contrario de movimiento histórico: el Estado es convivencia estabilizada, constituida estática.

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La plaza, merced a los muros que la acotan, es un pedazo de campo que se vuelve de espaldas al resto, que prescinde del resto y se opone a él. Este campo menor y rebelde, que practica secesión del campo infinito y se reserva a sí mismo frente a él, es campo abolido y, por tanto, un espacio sui generis, novísimo, en que el hombre se liberta de toda comunidad con la planta y el animal, deja a estos fuera y crea un ámbito aparte puramente humano. Es el espacio civil. Por eso Sócrates, el gran urbano, triple extracto del jugo que rezuma la polis, dirá: ‘Yo no tengo que ver con los árboles en el campo; yo sólo tengo que ver con los hombres en la ciudad’.

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La polis no es primordialmente un conjunto de casas habitables, sino un lugar de ayuntamiento civil, un espacio acotado para funciones públicas. La urbe no está hecha, como la cabaña o el domus, para cobijarse de la intemperie y engendrar, que son menesteres privados y familiares, sino para discutir sobre la cosa pública.

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El ciudadano, en la mayor parte de los países, no siente respeto por su Estado. Sería inútil sustituir el detalle sus instituciones, porque lo irrespetable no son estas, sino el Estado mismo, que se ha quedado chico.

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La vida creadora es vida enérgica, y está sólo es posible en una de estas dos situaciones: o siendo uno el que manda o hallándose alojado en un mundo donde manda alguien a quien reconocemos pleno derecho para tal función; o mando yo u obedezco. Pero obedecer no es aguantar -aguantar es envilecerse-, sino, al contrario, estimar al que manda y seguirlo, solidarizándose con él, situándose con fervor bajo el ondeo de su bandera.

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El egoísmo aparente de los grandes pueblos y de los grandes hombres es la dureza inevitable con que tiene que comportarse quien tiene su vida puesta a una empresa. Cuando de verdad se va a hacer algo y nos hemos entregado a un proyecto, no se nos puede pedir que estemos en disponibilidad para atender a los transeúntes y que nos dediquemos a pequeños altruismos de azar.

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Vivir es ir disparado hacia algo, es caminar hacia una meta. La meta no es mi caminar, no es mi vida; es algo a que pongo ésta y que por lo mismo está fuera de ella. Más allá.

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La vida humana, por su naturaleza propia, tiene que estar puesta a algo, a una empresa gloriosa o humilde, a un destino ilustre o trivial.

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El encanallamiento no es otra cosa que la aceptación como estado habitual y constituido de una irregularidad, de algo que mientras se acepta sigue pareciendo indebido. Como no es posible convertir en sana normalidad lo que en su esencia es criminoso y anormal, el individuo opta por adaptarse él a lo indebido, haciéndose por completo homogéneo al crimen o irregularidad que arrastra.

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Los pueblos-masa han resuelto dar por caducado aquel sistema de normas que es la civilización europea, pero como son incapaces de crear otro, no saben que hacer, y para llenar el tiempo se entregan a la cabriola.

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Es deplorable el frívolo espectáculo que los pueblos menores ofrecen. En vista de que, según se dice, Europa decae y, por tanto, deja de mandar, cada nación y nacioncita brinca, gesticula, se pone cabeza abajo o se engalla y estira, dándose aire de persona mayor que rige sus propios destinos. De aquí el vibriónico panorama de ‘nacionalismos’ que se nos ofrece por todas partes.

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Todo concepto, el más vulgar como el más técnico, va montado en la ironía de sí mismo, en los dientecillos de una sonrisa alciónica, como el geométrico diamante va montado en la dentadura de oro de su engarce. El dice muy seriamente: ‘Esa cosa es A, y esta otra cosa es B’. Pero es la suya la seriedad de un pince-sans-rire. Es la seriedad inestable de quien se ha tragado una carcajada y si no aprieta bien los labios la vomita. Él sabe muy bien que ni esta es A, así, a rajatabla, ni la otra es B, así, sin reservas. Lo que el concepto piensa en rigor es un poco otra cosa que lo que dice, y en esta duplicidad consiste la ironía. Lo que verdaderamente piensa es esto: yo sé que, hablando con todo rigor, esta cosa no es A ni aquella B; pero, admitiendo que son A y B, yo me entiendo conmigo mismo para los efectos de mi comportamiento vital frente a una y otra cosa.

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Por lo mismo que es imposible conocer directamente la plenitud de lo real, no tenemos más remedio que construir arbitrariamente una realidad, suponer que las cosas son de una cierta manera. Esto nos proporciona un esquema, es decir, un concepto o enrejado de conceptos. Con él, como al través de una cuadrícula, miramos luego la efectiva realidad, y entonces, solo entonces, conseguimos una visión aproximada de ella. En esto consiste el método científico. Más aún: en esto consiste todo el uso del intelecto.

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El Estado es, en definitiva, el estado de la opinión: una situación de equilibrio, de estática. Lo que pasa es que a veces la opinión pública no existe. Una sociedad dividida en grupos discrepantes, cuya fuerza de opinión queda recíprocamente anulada, no da lugar a que se constituya un mando. Y como a la Naturaleza le horripila el vacío, ese hueco que deja la fuerza ausente de opinión pública se llena con la fuerza bruta. A lo sumo, pues, se adelante esta como sustituto de aquella.

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Esa relación estable y normal entre hombres que se llama ‘mando’ no descansa nunca en la fuerza, sino al revés; porque un hombre o grupo de hombres ejerce el mando, tiene a su disposición ese aparato o máquina social que se llama ‘fuerza’.

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Por muy habitual que nos sea, no debe perder su terrible paradojismo ante nuestro espíritu el hecho de que la población de una gran urbe actual, para caminar pacíficamente y acudir a sus negocios, necesita, sin remedio, una Policía que regule la circulación.

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Cuando la masa actúa por si misma, lo hace solo de una manera, porque no tiene otra: lincha.

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El hombre es, tenga de ello ganas o no, un ser constitutivamente forzado a buscar una instancia superior. Si logra por sí mismo encontrarla, es que es un hombre excelente, si no, es que es un hombre-masa y necesita recibirla de aquel.

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El especialista nos sirve para concretar enérgicamente la especie y hacernos ver todo el radicalismo de su novedad. Porque antes los hombres podían dividirse, sencillamente, en sabios e ignorantes, en más o menos sabios o más o menos ignorantes. Pero el especialista no puede ser subsumido bajo ninguna de estas dos categorías. No es un sabio, porque ignora formalmente cuanto no entra en su especialidad; pero tampoco es un ignorante, porque es un ‘hombre de ciencia’ y conoce muy bien su porciúncula de universo. Habremos de decir que es un sabio-ignorante, cosa sobremanera grave, pues significa que es un señor el cual se comportará en todas las cuestiones que ignora, no como un ignorante, sino con toda la petulancia de quien en su cuestión especial es un sabio.

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Las verdades teóricas no solo son discutibles, sino que todo su sentido y fuerza están en ser discutidas; nacen de la discusión, viven en tanto se discuten y están hechas exclusivamente para la discusión.

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No es que no se deba hacer lo que le dé a uno la gana; es que no se puede hacer sino lo que cada uno tiene que hacer, tiene que ser. Lo único que cabe es negarse a hacer eso que hay que hacer; pero eso no nos deja en franquía para hacer otra cosa que nos dé la gana. En este punto poseemos solo una libertad negativa de albedrío, la noluntad.

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El ‘señorito’ es el que cree poder comportarse fuera de casa como en casa, el que cree que nada es fatal, irremediable o irrevocable. Por eso cree que puede hacer lo que le dé la gana.

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La civilización del siglo XIX es de índole tal que permite al hombre medio instalarse en un mundo sobrado, del cual percibe solo la superabundancia de medios, pero no las angustias. Se encuentra rodeado de instrumentos prodigiosos, de medicinas benéficas, de Estados previsores, de derechos cómodos. Ignora, en cambio, lo difícil que es inventar estas medicinas e instrumentos y asegurar para el futuro su producción; no advierte lo inestable que es la organización del Estado, y apenas si siente dentro de sí obligaciones.

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La vida humana ha surgido y ha progresado solo cuando los medios con que contaba estaban equilibrados por los problemas que sentía.

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El que se declara anti-Pedro no hace, traduciendo su actitud a lenguaje positivo, más que declararse partidario de un mundo donde Pedro no exista. Pero esto es precisamente lo que acontecía al mundo cuando aún no había nacido Pedro. El antipedrista, en vez de colocarse después de Pedro, se coloca antes y retrotrae toda la película a la situación pasada, al cabo de la cual está inexorablemente la aparición de Pedro.

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Uno y otro -bolchevismo y fascismo- son dos seudoalboradas; no traen la mañana de mañana, sino la de un arcaico día, ya usado una o muchas veces; son primitivismo. Y esto serán todos los movimientos que recaigan en la simplicidad de entablar un pugilato con tal o cual porción del pasado, en vez de proceder a su digestión.

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Se manejan los temas políticos y sociales con el instrumental de conceptos romos que sirvieron hace doscientos años para afrontar situaciones de hecho doscientas veces menos sutiles.

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Lo civilizado es el mundo, pero su habitante no lo es: ni siquiera ve en él la civilización, sino que usa de ella como si fuese naturaleza.

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Se ha apoderado de la dirección social un tipo de hombre a quien no le interesan los principios de la civilización. No los de esta o los de aquella, sino -a lo que hoy puede juzgarse- los de ninguna. Le interesan evidentemente los anestésicos, los automóviles y algunas cosas más. Pero esto confirma su radical desinterés hacia la civilización. Pues esas cosas son solo productos de ella, y el fervor que se les dedica hace resaltar más crudamente la insensibilidad para los principios de que nacen.

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El liberalismo es la suprema generosidad: es el derecho que la mayoría otorga a las minorías y es, por tanto, el más noble grito que ha sonado en el planeta. Proclama la decisión de convivir con el enemigo; más aún, con el enemigo débil.

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El tonto no se sospecha a sí mismo: se parece discretísimo, y de ahí la envidiable tranquilidad con que el necio se asienta e instala en su propia torpeza.

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El derecho impersonal se tiene y el personal se sostiene.

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Los privilegios de la nobleza no son originariamente concesiones o favores sino, por el contrario, son conquistas.

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Mas el hombre que analizamos se habitúa a no apelar de si mismo a ninguna instancia fuera de él. Está satisfecho tal y como es. Ingenuamente, sin necesidad de ser vano, como lo más natural del mundo, tenderá a afirmar y dar por bueno cuanto en sí se halla: opiniones, apetitos, preferencias o gustos. ¿Por qué no, si, según hemos visto, nada ni nadie le fuerza a caer en la cuenta de que él es un hombre de segunda clase, limitadísimo, incapaz de crear ni conservar la organización misma que da a su vida esa amplitud y contentamiento, en los cuales funda tal afirmación de su persona?

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La perfección misma con que el siglo XIX ha dado una organización a ciertos órdenes de la vida es origen de que las masas beneficiarias no la consideren como organización, sino como naturaleza. Así se explica y define el absurdo estado de ánimo que esas masas revelan: no les preocupa más que su bienestar y al mismo tiempo son insolidarias de las causas de de ese bienestar.

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Heredero de un pasado larguísimo y genial -genial de aspiraciones y de esfuerzos-, el nuevo vulgo ha sido mimado por el mundo en torno. Mimar es no limitar los deseos, dar la impresión a un ser de que todo le está permitido y a nada está obligado.

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Lo que antes se hubiera considerado como un beneficio de la suerte que inspiraba humilde gratitud hacia el destino, se convirtió en un derecho que no se agradece, sino que se exige.

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En las escuelas que tanto enorgullecían al pasado siglo, no ha podido hacerse otra cosa que enseñar a las masas las técnicas de la vida moderna, pero no se ha logrado educarlas. Se les han dado instrumentos para vivir intensamente, pero no sensibilidad para los grandes deberes históricos; se les han inoculado atropelladamente el orgullo y el poder de los medios modernos, pero no el espíritu.

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El Poder público se halla en manos de un representante de masas. Estas son tan poderosas, que han aniquilado toda posible oposición. Son dueñas del Poder público en forma tan incontrastable y superlativa, que sería difícil encontrar en la historia situaciones de gobierno tan prepotentes como éstas. Y, sin embargo, el Poder público, el Gobierno, vive al día; no se presenta como un porvenir franco, no significa un anuncio claro de futuro, no aparece como comienzo de algo cuyo desarrollo o evolución resulte imaginable. En suma, vive sin programa de vida, sin proyecto. No sabe dónde va porque, en rigor, no va, no tiene camino prefijado, trayectoria anticipada. Cuando ese Poder público intenta justificarse, no alude para nada al futuro, sino, al contrario, se recluye en el presente y dice con perfecta sinceridad: ‘Soy un modo anormal de gobierno que es impuesto por las circunstancias’. Es decir, por la urgencia del presente, no por cálculos del futuro. De aquí que su actuación se reduzca a esquivar el conflicto de cada hora; no a resolverlo, sino a escapar de él por el pronto, empleando los medios que sean, aun a costa de acumular con su empleo mayores conflictos sobre la hora próxima. Así ha sido siempre el Poder público cuando lo ejercieron directamente las masas: omnipotente y efímero. El hombre-masa es el hombre cuya vida carece de proyecto y va a la deriva. Por eso no construye nada, aunque sus posibilidades, sus poderes, sean enormes.

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No que seamos decadentes, sino que, dispuestos a admitir toda posibilidad, no excluimos la de decadencia.

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En el peor caso, y cuando el mundo pareciera reducido a una única salida, siempre habría dos: esa y salirse de mundo. Pero la salida del mundo forma parte de éste, como de una habitación la puerta.

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Nuestra vida es en todo instante y antes que nada conciencia de lo que nos es posible. Si en cada momento no tuviéramos delante más que una sola posibilidad, carecería de sentido llamarla así. Sería mas bien pura necesidad.

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Cada trozo de tierra no está ya recluido en su lugar geométrico, sino que para muchos efectos vitales actúa en los demás sitios del planeta.

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No hay más que un punto de vista justificado y natural: instalarse en esa vida, contemplarla desde dentro y ver si ella se siente a sí misma decaída, es decir, menguada, debilitada e insípida.

José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas

Cuando algo que fue ideal se hace ingrediente de la realidad, inexorablemente deja de ser ideal.

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Lo característico del momento es que el alma vulgar, sabiéndose vulgar, tiene el denuedo de afirmar el derecho de la vulgaridad y lo impone dondequiera.

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La vieja democracia vivía templada por una abundante dosis de liberalismo y de entusiasmo por la ley. Al servir a estos principios, el individuo se obligaba a sostener en sí mismo una disciplina difícil. Al amparo del principio liberal y de la norma jurídica podían actuar y vivir las minorías. Democracia y ley, convivencia legal, eran sinónimos. Hoy asistimos al triunfo de una hiperdemocracia en que la masa actúa directamente sin ley, por medio de materiales presiones, imponiendo sus aspiraciones y sus gustos.

José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas

El hombre selecto no es el petulante que se cree superior a los demás, sino el que se exige más que los demás, aunque no logre cumplir en su persona esas exigencias superiores.

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Masa es todo aquel que no se valora a sí mismo -en bien o en mal- por razones especiales, sino que se siente ‘como todo el mundo’, y, sin embargo, no se angustia, se siente a sabor al sentirse idéntico a los demás.

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Masa es ‘el hombre medio’. De este modo se convierte lo que era meramente cantidad -la muchedumbre- en una determinación cualitativa: es la cualidad común, es lo mostrenco social, es el hombre en cuanto no se diferencia de otros hombres, sino que repite en sí un tipo genérico.

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La sociedad es siempre una unidad dinámica de dos factores: minorías y masas. Las minorías son individuos o grupos de individuos especialmente cualificados. La masa es el conjunto de personas no especialmente cualificadas.

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La muchedumbre, de pronto, se ha hecho visible, se ha instalado en los lugares preferentes de la sociedad. Antes, si existía, pasaba inadvertida, ocupaba el fondo del escenario social: ahora se ha adelantado a las baterías, es ella el personaje principal. Ya no hay protagonistas: solo hay coro.

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El hecho de la aglomeración, del ‘lleno’. Las ciudades están llenas de gente. Las casas, llenas de inquilinos. Los hoteles, llenos de huéspedes. Los trenes, llenos de viajeros. Los cafés, llenos de consumidores. Los paseos, llenos de transeúntes. Las salas de los médicos famosos, llenas de enfermos. Los espectáculos, como no sean muy extemporáneos, llenos de espectadores. Las playas, llenas de bañistas. Lo que antes no solía ser problema, empieza a serlo casi de continuo: encontrar sitio.

José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas

Como las masas, por definición, no deben ni pueden dirigir su propia existencia, y menos regentar la sociedad, quiere decirse que Europa sufre ahora la más grave crisis que a pueblos, naciones, culturas cabe padecer.

José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas

Fue el llamado ‘individualismo’ quien enriqueció al mundo y a todos en el mundo y fue esta riqueza quien prolificó tan fabulosamente la planta humana.

Cuando los restos de ese individualismo desaparecieran, haría su aparición en Europa el famelismo gigantesco del Bajo Imperio, y la termitera sucumbiría como al soplo de un dios torvo y vengativo. Quedarían muchos menos hombres, que lo serían un poco más.

José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas

La obra intelectual aspira, con frecuencia en vano, a aclarar un poco las cosas, mientras que la del político suele, por el contrario, consiste en confundirlas más de lo que estaban. Ser de la izquierda es, como ser de la derecha, una de las infinitas maneras que el hombre puede elegir para ser un imbécil.

José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas

¿Cómo podían venir a coincidencia el celtíbero y el belga, el vecino de Hipona y el de Lutetia, el mauritano y el dacio, sino en virtud de un achatamiento general, reduciendo la existencia a su base, nulificando sus vidas?

José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas

Cuando veo que hacia un hombre o grupo se dirige fácil e insistente el aplauso, surge en mí la vehemente sospecha de que en ese hombre o en ese grupo, tal vez junto a dotes excelentes, hay algo sobremanera impuro. Acaso es esto un error que padezco, pero debo decir que no lo he buscado, sino que lo ha ido dentro de mí decantando la experiencia.

José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas

La libertad ha significado siempre en Europa franquía para ser el que auténticamente somos. Se comprende que aspire a prescindir de ella quien sabe que no tiene auténtico quehacer.

José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas

Dondequiera ha surgido el hombre-masa, un tipo de hombre hecho de prisa, montado nada más que sobre unas cuantas y pobre abstracciones y que, por lo mismo, es idéntico de un cabo de Europa al otro. A él se le debe el triste aspecto de asfixiante monotonía que va tomando la vida en todo el continente.

Este hombre masa es el hombre previamente vaciado de su propia historia, sin entrañas de pasado y, por lo mismo, dócil a todas las disciplinas llamadas ‘internacionales’. Mas que un hombre, es solo un caparazón de hombre constituido por meros idola fori: carece de un ‘dentro’, de una intimidad suya, inexorable e inalienable, de un yo que no se pueda revocar. De aquí que esté siempre en disponibilidad para fingir ser cualquier cosa. Tiene sólo apetitos, cree que sólo tiene derechos y no cree tener obligaciones.

José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas

Duo si idem dictum non est idem.

José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas

Cuando el hombre se pone a hablar lo hace porque cree que va a poder decir cuanto piensa. Pues bien, esto es ilusorio. El lenguaje no da para tanto. Dice, poco más o menos, una parte de lo que pensamos y pone una valla infranqueable a la transfusión del resto. Sirve bastante bien para enunciados y pruebas matemáticas; ya al hablar de física empieza a hacerse equívoco e insuficiente. Pero conforme la conversación se ocupa de temas más importantes que esos, más humanos, más ‘reales’, va aumentando su imprecisión, su torpeza y confusionismo.

José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas

Siendo al hombre imposible entenderse con sus semejantes, estando condenado a radical soledad, se extenúa en esfuerzos por llegar al prójimo.

José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas

A la postre, el engaño resulta ser un humilde parásito de la ingenuidad.

José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas

Para comprender algo humano, personal o colectivo, es preciso contar una historia

José Ortega y Gasset, La Historia como sistema